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martes, 3 de noviembre de 2015

MARIA ANTONIA GOMEZ CASTRO. El tren que cruzo mi vida

Si tenéis tiempo, aunque el relato sea largo, leerlo porque os conmoverá, a mí me ha impactado conocer la historia de María Antonia, y aunque muchos sepamos qué le ocurrió, no podíamos saber como lo ha vivido ella. Sirva este relato como homenaje a esta gran mujer que nació en 1916 y que nos dejó el 27 de Enero de 2015 a la edad de 98 años.

María Antonia, vestida de mantilla

Autor: Antonio Porras Castro
Este testimonio de vida que intento plasmar, me asusta por la responsabilidad que conlleva, a la vez que me emociona por el vínculo que me une. 
Se trata de la vivencia de una persona a la que el destino trunca, el devenir vital gira y, su vida, se traduce en una carrera de obstáculos hacia un solo fin: la supervivencia. Alejandro Sanz ya lo definía: ‘Vivir, solo es eso vivir’.. 

Las personas que por aquí aparecerán son tan reales y conocidas como son sus principios y arraigos, pues su protagonista y la familia que altruistamente asumió su adopción, integrándola plenamente en su hogar, sólo gozan de algunas de las virtudes más sólidas que el ser humano debe reunir: fuerte arraigo espiritual, tolerancia, empatía y una solidaridad que desborda los límites humanos.


Me llamo María Antonia, tengo treinta y seis años. Hoy me echaré a la calle a vender cupones de inválidos. No sé cómo me va a acoger la gente, creo que es una tarea difícil; no sé si sentirán pena, compasión o seré un mueble o un pasmarote que incomodará al que tenga enfrente, poniéndolo en una situación embarazosa. No sé qué pensar de esta nueva situación; mi vida ha dado un vuelco en la que todas mis expectativas han fracasado, han girado y cambiado a una velocidad de vértigo, sólo puedo constatar que de una autonomía absoluta, hoy me veo totalmente dependiente. 

Frente al espejo, me invade el recuerdo de Rafael, mi novio, y de cómo cambió cuando sufrí el percance; creo que no soportaba ver las prótesis que de mi cuerpo brotaron, actuaba confuso, con unos lances extraños, frío... ¡Ay Rafael! 
No puedo dejar de pensar en lo acontecido, en lo rápido que todo ha sucedido, en el antes y en el ahora. No debía haber bajado del tren... 

Nací en Villafranca de Córdoba, el 28 de Noviembre de 1916. A mi abuelo materno le llamaban “El Cabrero”, ni que decir tiene el porqué. Vivió junto a mi abuela en la calle Cuesta. Mi padre, jornalero del campo, murió con treinta y dos años, yo solo contaba cuatro, por lo que mis recuerdos son mínimos. Mi madre tuvo que ponerse a servir y se fue a Pedro Abad a casa del ingeniero que construyó el puente de hierro que atraviesa el Guadalquivir. Fui hija única. 

Mi madre se volvió a casar cuando yo contaba siete años; del nuevo matrimonio tuve tres hermanastras. Yo me crié con mi abuela paterna, pues mi madre vivía en Pedro Abad. Después pasó a Villafranca para servir y cuidar a una hermana del sacerdote don Enrique Ayllón Cubero. 

Me eduqué en el Colegio de las monjas. A los catorce años me fui a coser con Pilar Torrero que me enseñó todos los vericuetos del oficio de modista o costurera, como queramos llamarle. Este aprendizaje me sirvió para buscarme la vida y hacer de mí una mujer independiente, con un oficio bastante digno. Pasados algunos años me instalé en un taller de costura de Córdoba. Vivía en casa de una tía mía. Creo que fue sobre el año 1930.


Cuando contaba veinticinco años el destino puso en mi camino a Rafael, Rafael Guerrero, el hombre de mi vida; trabajaba de carpintero en el cortijo de Casablanca junto a su padre, que también ejercía el mismo oficio. Rafael, después de la guerra, encontró trabajo en la Avenida de las Ollerías, en una gran carpintería que allí existía. Nuestra relación se iba cimentando y consolidando, nos veíamos y paseábamos por Córdoba. 

Al poco decidí trabajar por mi cuenta, me desplazaba a los domicilios de señores que requerían mis labores y pasaba largas temporadas en sus casas, pues en esos tiempos todo era manual y la ropa de confección prácticamente no existía. Mi vida comenzaba a encaminarse, por un lado Rafael y por otro mi trabajo me daba para poder enviar a mi familia, productos de primera necesidad, que escaseaban en el pueblo, y que en la mayoría de los casos me los regalaban los señores para los que trabajaba. 

Entre mis principales clientes destacaban unos señores muy ricos de Cañete y la familia de D. José María Romeo, afamado dentista de la época. Otra buena clienta era la dueña de la zapatería que estaba instalada entre Telefónica y el Fénix, en la plaza de las Tendillas. Ella me ofreció una casa que tenía en la Avenida del Brillante, para que viviera junto a ella. Mi ilusión crecía, pues mis sueños se cumplían junto a Rafael. Compramos un dormitorio de matrimonio y adecentamos la casa que nos ofreció mi fiel clienta. 


Los planes de boda eran inminentes. Mi cuerpo estaba esplendoroso, gozaba de muy buena salud, elegante, presumida, alegre. Tengo que reconocer también que, con poco, mi carácter asomaba y afloraba un genio y una fortaleza propia de una mujer vigorosa. 

El día 25 de mayo de 1944, con veintiocho años y a tres días para mi boda, me subí en el tren llamado “Carretas que con mucha prudencia, humo y en fuerte traqueteo nos llevaba de Córdoba a Villafranca. En el pueblo me esperaban los preparativos para la boda. María Gallardo y Tomás Blanco iban a ser nuestros padrinos. La ceremonia sería muy, muy humilde, en la que sólo mi reducida familia acudiría a la iglesia. 

Cuando el tren se detuvo era noche cerrada y en la estación no había ninguna luz, ni en las vías, ni en el andén. Del vagón se salía por la puerta trasera que accedía a una plataforma con barandilla. Se bajaba del vagón a la estación por la escalerilla de la derecha pero, en ella, un hombre en aparente estado de embriaguez hizo que me decantara por la otra salida, opuesta a la estación que me dejaba en medio de las vías. El tren estaba parado, desde la escalinata podía observar que otro tren, paralelo al nuestro que ocupaba la otra vía se movía. Con la oscuridad de la noche no reparé en el montículo de piedras sueltas que entre las vías se interponían y, sobre todo, lo más inesperado fue que realmente el tren que se movía era el mío, no el de la otra vía. 

Entre los enseres que llevaba en las manos, la noche oscura y mis altos tacones, mi cuerpo se precipitó sobre el tren, concretamente entre los dos vagones y fui a dar con mi cuerpo en el suelo. Mi brazo derecho quedó en lo alto del raíl, con el izquierdo intenté rescatarlo pero la siguiente rueda del vagón siguió avanzando y el roce entre los duros metales me los mutiló los dos. Grité, hasta la saciedad, y mi cuerpo siguió tendido hasta que finalmente se paró el tren. Al auxilio acudió Pelegrín un hombre de Villafranca que me conocía y viajaba en el vagón. Entre él y algunas personas más me sacaron de las vías y me tendieron en el suelo de la estación. 

Allí permanecí un largo período de tiempo. Mis brazos seguían unidos al cuerpo y por donde el tren los aplastó existía una prolongación amorfa. Mi ropa estaba ensangrentada, las mangas de mi vestido tapaban un más que lamentable suceso. Allí permanecí hasta que otro tren me pudo llevar de regreso a Córdoba, al hospital. En aquella época no había medios en los pueblos para la envergadura que guardaban mis heridas. Me metieron en un vagón de ganado, Pelegrín se puso de pie y para inmovilizarme al máximo me colocaron tumbada en el suelo del vagón y la cabeza entre los tobillos de este hombre. En un lento traqueteo la máquina de carbón inició el regreso a la ciudad que me vio salir dos horas antes y que ahora en un estado de máxima debilidad, me conducía a mi destino. 

Avisados desde la estación de Villafranca del lamentable suceso, a mi llegada a la de Córdoba dos camilleros me aguardaban para trasladarme manualmente, al Hospital de Agudos, situado en la Plaza Cardenal Salazar. El traslado de los camilleros atravesando la feria de Córdoba, que en aquel entonces se celebraba en la Avda. de la Victoria, no dejaba de levantar miradas de curiosos, rostros de espanto y sobre todo la otra cara de la vida, unos en la feria y a su lado una mujer envuelta en sangre, sin cubrir, pues ni sábanas ni mantas tapaban mi cuerpo. 

Los camilleros realizaron su trabajo, y quedé en un pasillo sola, durante un buen rato, en silencio, dolorida: la feria hacía también mella entre el personal que trabajaba en el hospital. Por fin, el capellán se cruzó con migo y al ver mi estado pidió auxilio y extendió la voz de alarma. No había médico; estaba en la feria. Salieron en su búsqueda, cuando llegó al hospital, me hizo una somera valoración que finalizó con mis brazos en el suelo, fruto de una doble amputación. El derecho quedó cortado sobre la mitad del húmero y el izquierdo por encima del codo. 

Aún pienso en la sangre que dejé en la estación de mi pueblo, en el vagón de ganado y en el reguero que, surcando la feria de Mayo, se estableció desde la estación de la ciudad al hospital. No sé cómo mi cuerpo pudo soportar tanto dolor, tanto sufrimiento y sobretodo tanta pérdida de la sangre que brotaba de mis heridas. 

El ingreso en el centro sanitario no pasó con notas de tranquilidad, ni de alegría; a los pocos días unas fiebres se apoderaron de mí. Los antibióticos eran prácticamente inexistentes y los pocos con los que se contaba eran de eficacia dudosa. Se hicieron cargo de mí los hermanos Luque, unos cirujanos que en aquella época gozaban de gran prestigio. Después de reconocerme pudieron observar que el médico que me amputó los brazos dejó algodones dentro, a modo de taponamiento, entre la piel y el hueso. La mejoría fue espectacular en el momento en que se extrajeron estos cuerpos extraños. 

En el hospital recibí las visitas de mis clientas, y de Rafael. La mayoría me agasajaban con comida, que me servía para poder recuperarme mejor y más rápidamente, pues en aquella época la del hospital no era como la de hoy. Una familia de Villafranca, que vivía cerca, me llevaba a diario comida elaborada en su cocina, estos paisanos no solo me guisaban sino que me la daban pacientemente. Pero lo que de verdad me alimentaba era su ánimo, su compañía y sentirme rodeada de seres queridos. 

Al mes aproximadamente me dieron el alta y me vine a Villafranca, a casa de mis tíos, Antonio Hidalgo “el guarda-campos” y mi tía Isabel, en la calle Baja número 18. Su edad rondaba sobre los setenta años y lo que la vida les había ido quitando con la edad les iba en aumento en valores y virtudes como la bondad y generosidad. Mi nueva casa mantenía la distribución antigua, los dormitorios situados arriba y el primer cuerpo era abierto y diáfano, pues en sus años fue ocupado por una tienda. El tiempo iba transcurriendo en un proceso de adaptación al nuevo estilo de vida. 

A finales del año 1946, Renfe me indemnizó por el accidente con 40.000 pesetas, de las cuales me gasté una importante suma en unas prótesis metálicas para ambos brazos que en Madrid me fabricaron y con el resto me compré una pequeña casa en Córdoba, por la zona del Zumbacón. Las prótesis supondrían para mí una cierta autonomía. Con ellas, y previa adaptación de cubiertos, podía comer con la cuchara, pinchar con el tenedor y llegué a escribir; el entrenamiento fue largo y penoso pues el cálculo de las distancias, la apertura de la boca, derramar el contenido y, sobre todo la paciencia que en muchas ocasiones me abandonaba. 

Al año de vivir con mis tíos se mudó a la casa de abajo, al número 16, Manuela Porras y Andrés Ayllón. Serían mis nuevos vecinos, Manuela venía en un avanzado estado de gestación, tal que al mes de vivir allí nació Andrés. Este incorporó la fruta fresca, el elixir de la ilusión, el llanto y la alegría a mi vida pues la visita continua al nuevo niño me sirvió de distracción y abstrajo mis pensamientos. Me hubiera gustado poder cogerlo con mis manos, abrazarlo, sentirlo... Manuela sujetaba a Andrés en mis piernas y yo con el muñón derecho lo acercaba hacía mi. Era fascinante poder notar ese cuerpo tan diminuto, esa vida que al mundo se incorporaba.

Rafael dejó de venir a verme. La pequeña casa que compré la vendió y el dinero me lo giró a la oficina de correos de El Carpio. Al poco tiempo se casó con la dueña de la casa que le alquiló una habitación durante su permanencia en Córdoba. Jamás lo olvidé, fue el hombre de mi vida. 

Al morir mi tío Antonio, Manuela había tenido su segundo hijo, en este caso fue una niña llamada Catalina. La vida en casa de nuestra vecina iba engordando en intensidad y calidad, pues dos niños pequeños eran el motivo más que justificado para visitarlos continuamente, tanto era así que durante las noches nos convertíamos en visita obligada, nos sentábamos las dos, mi tía y yo, hasta que el cansancio nos dominaba y el reloj marcaba altas horas de la noche, entonces nos volvíamos a nuestra casa, típico de vecinos que gozaban de buena salud en su relación. 

Mi principal distracción era la radio y en concreto las novelas que por sus ondas se distribuían. Su seguimiento era generalizado en la mayoría de los hogares, pues era el único contacto con el exterior y además, gratuito. 
Don Daniel, el cura, me fue forjando el espíritu cristiano. Las misas eran diarias y muy productivas. Éste párroco tan estricto como severo me dejó una impronta que me acompañaría a lo largo de mi vida. Participé activamente en la Parroquia, en la catequesis, en acción católica. El teatro era otra de mis pasiones, con Josefina al timón recuerdo obras como: “Madre alegría”, “Sangre gorda” y “Morena clara”. 

Mi esbelto cuello y mi espigado cuerpo hacían de mí una muestra más que significativa de aquella época, de la España cañí. Además, con la mantilla clavada en mi agraciado pelo moreno y con vestido largo, fui durante infinidad de años, acompañando y viviendo la pequeña pero cálida Semana Santa villafranqueña. 

Con el trato que tuve con mis vecinos, la intensidad y el calor de su relación me sentí muy abrigada y sobretodo querida; comenzó entre nosotros un arraigo y una entrañable relación. Manuela, Andrés y sus tres hijos, pues en esa fecha Margarita ya había venido al mundo, fueron consolidando en nuestras vidas unos lazos tan auténticos como prolongados en el tiempo. 

Un día llegó mi trabajo remunerado, vendía cupones de los inválidos. Mis prótesis metálicas y pesadas, sujetas por unas correas de cuero a mis espaldas, dejaban ver al exterior unas manos ataviadas con guantes oscuros. Para poder llevar a cabo el trabajo me vestía con una blusa con bolsillos. Los cupones los llevaba en el izquierdo y el dinero en el derecho. La confianza de la gente y el autoservicio de los cupones me condujeron hacia la aceptación y especialmente a otra forma de ver la vida con mi incursión en el mundo laboral: tenía un trabajo por el que cobraría, a pesar de mi problema. 

En la calle, las mujeres, amigas y conocidas, animaban a que me compraran, me fui haciendo de una clientela, que a veces me abordaba en la calle y otras llamaba a sus casas para mostrar mi presencia. Quizás las que más me ayudaron eran las propietarias de los bares y las que estaban al frente de los despachos de pan había por aquel entonces; cuando llegaba mediodía entraba en algunos bares y las señoras de los dueños revelaban mi presencia e invitaban a la clientela para la compra. La gente me demostró mucha solidaridad y empatía con los cupones aunque no tuve la suerte de repartir nunca un premio de envergadura. 

Manuela junto a su familia, se mudó al número 40 de la misma calle. Catalina comenzó a cuidarme, me ayudaba en mis demandas, ropas, necesidades pero, sobre todo, yo percibía de ella la mejor sensación que desprende un ser humano: afecto, respeto y amor. Por aquel entonces, Margarita contaba seis años cuando también se incorporó, junto a su hermana Catalina, a cuidar de mí y de mi tía Isabel. A Margarita le enseñé y perfeccioné el noble arte de la costura pues se inició junto a Carmen Medina pero yo le rematé esos conocimientos, ella permaneció a mi lado hasta su casamiento. 

El destino unió las dos empresas que vendíamos cupones, la de inválidos y ciegos, creándose así esa gran Organización Nacional de Ciegos Españoles (ONCE) que tanto bien ha hecho y siguen realizando. 
Catalina se casó con Alfonso y arreglamos la casa de la calle Baja que mis tíos me dejaron y donde viví. Me adherí a ellos y a sus destinos de trabajo, vivimos en diferentes puntos de la geografía cordobesa, pasamos por Fuente Ovejuna, 
Nueva Carteya y Adamuz, municipio este ultimo donde más tiempo permanecimos y donde se jubiló de su magisterio. 

Hoy vivo con Margarita la tercera de los cuatro hijos de Manuela y Andrés, en su casa de la calle Tafur, recibo a diario el cariño de la familia de Manuela, que por cierto tuvo un cuarto hijo a la que llamó Mari Pepa. 
Una asistenta de la ley de dependencia me acompaña y sobre la silla de ruedas salimos a la plaza, al jardincito y al paseo. 

Aún conservo, en perfecto estado, el dormitorio de matrimonio que para la boda con Rafael tuve preparado. 
Nota. Al mismo tiempo que mi tía Manuela me narra la vida de M° Antonia, a ella la tengo enfrente, ajena a lo que la rodea, a lo que de los labios de la tía Manuela sale y ajena a lo que yo escribo. Mi tía ha salido un momento y la observo con atención; ella no ve ni oye a sus noventa y siete años, pero conserva la elegante fisionomía de la mujer que fue. Gira continuamente la cabeza, buscando algo, esperando algo. Su cabeza se vuelve hacia la ventana en busca de la brisa que el final de Agosto nos deja, hacia esa sensación que siempre trae el viento, hacia ese algo que en suspensión nos acaricia, invisible pero irrefutablemente esperanzador. Quizá busca o espera aquello que nunca llegó, o quizás la alegría de lo que la vida le ha aportado, que es más de lo que imaginó. Sus ojos siguen en búsqueda, parpadea y se extiende en el sillón, transmitiendo serenidad relajada en el más denso silencio.

Fuente: Manuela Porras López e hijas 
Antonio Porras Castro. 
Villafranca, Octubre de 2013 
Asociación cultural “Amigos de Villafranca de Córdoba”

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