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domingo, 6 de diciembre de 2015

AQUELLA TARDE EN EL PASEO, RECUERDOS DE JESUS CORREDOR


El Paseo era con frecuencia uno de nuestros territorios de juego en el pueblo. Jugábamos muchas tardes a la pelota entre los bancos y los escasos naranjos. Casi siempre éramos tres o cuatro los que comenzábamos, jugando a lo ancho, a darle patadas al balón. las porterías eran cualquiera de los bajos de los bancos de hierro. Pronto llegaban más amigos que se iban colocando o trocando de manera igualitaria para compensar uno u otro equipo, hasta que ya éramos tantos que teníamos que abarcar todo el paseo, de largo a largo. 


Uno de los antiguos aspectos que ha tenido el Paseo


Nunca tuvimos árbitro, nadie quería serlo; la vez que probamos, el resultado fue desastroso, sus faltas eran siempre discutidas para uno y otro equipo, terminaba porque nadie le hacía caso, o bien se hartaba y cuando menos esperábamos salía jugando la pelota. Las reglas de juego eran más o menos flexibles, lo importante era zurrarle al balón, regatear, marcar uno mismo los goles viniendo desde tu portería sin contar, a ser posible, con nadie de tu equipo, aunque luego te llamaran chupón. 

Después venían faltas nunca claras; las discusiones, que si le dio con la mano, que si le empujó, que si hay que colocar la barrera, que si hay que repetir el saque. etc. Eso sí, nunca había fuera de juego, como iba a haberlo si todos estábamos de un lado para otro. Pero lo bueno dura poco, había que estar alerta con los municipales. Alguien avisaba rápidamente si se le veía venir Plaza adelante (calle Alcolea). apurábamos lo que podíamos. 

Aspecto actual

Lo peor era cuando asomaba a bocajarro por cualquier calle que diera al Paseo, no había tiempo para nada, solo para correr en desbandada por la cuenta que nos traía. Claro que también había otro inconveniente, cuando llegaban los primeros abuelos hasta el Paseo y decidían sentarse en un banco. Estos nos avisaban para que nos fuéramos a jugar al terrizo de la Soledad, cosa imposible, pues Lucia, nada vernos nos corría hasta el pueblo; o bien al campo de fútbol, también difícil para nosotros pues tan pequeños no nos dejaban jugar sin un permiso escrito del cura. 

Así que nos arriesgábamos a que la pelota llegara a los pies de los abuelos, en el mejor de los casos nos la retenían hasta que les parecía, y en el peor de los casos, sobre todo si les habíamos incordiado con un pelotazo o porque el abuelo fuera un desaborío, agarraban la pelota y navaja en mano la rajaban. Se acabó el juego y nos retiramos bien cabreados. No sólo a fútbol jugábamos en la plaza, también lo hacíamos al pilla-pilla, la piola, las carretas, la tanga, al escondite, etc. 

Después venían las partidas con las bolas: con los toreros (de las cajas de cerillas), y como no, con los cromos de futbolistas que cambiábamos o nos jugábamos. Otra interrupción, más o menos habitual de nuestros juegos se debía a los entierros, que camino del cementerio atravesaban el Paseo. Bien lo sabíamos porque a veces veíamos al cura con los monaguillos dirigirse a casa del difunto mientras las campanas de la iglesia doblaban lastimeras. Una vez acabada la misa en la parroquia, la comitiva fúnebre avanzaba tras el ataúd, portado siempre a hombros. 


El paseo en los años 60

Antes de llegar al Paseo, ya habíamos dejado nuestros juegos, nos quedábamos en silencio, si acaso hablando en voz baja, viendo como la multitud de vecinos, en su mayoría hombres, daba el último adiós en la esquina del Paseo con la calle Cantareros a los familiares del fallecido, antes de perderse por el camino de eucaliptos hasta el cementerio. Cuando se dispersaba la muchedumbre volvíamos a nuestras diversiones. 

Pero una tarde, un puñal de tristeza se clavó en nuestras pequeñas almas. El entierro que llegaba no era como el que acostumbrábamos a ver algunas tardes, por primera vez avanzaba lento y triste llevando un pequeñito ataúd blanco. Quedamos, extrañados, confusos, en suspenso. ¿Qué era aquello que estábamos viendo pasar? Hasta que alguien dijo que era el ataúd de un niño. De repente una lanza helada de crudeza y de miedo nos atravesó. Nos quedamos sobrecogidos, estremecidos, sin poder apartar por un instante la mirada de ese pequeñito ataúd. Creíamos que los niños éramos inmortales, que sólo se morían las personas mayores, muy mayores., que casi nunca conocíamos. Ahora, por primera vez, delante de nosotros llevaban a un niño, como nosotros, muerto para siempre dentro de un pequeñito ataúd blanco. La familia atravesada de lágrimas y dolor estaba al final del Paseo recibiendo el pésame. Nosotros al lado. mudos, inmóviles. Una fría nube de tristeza y amargura envolvía aquel aciago crepúsculo. Ya no teníamos ganas de jugar. Sin saberlo, aquella tarde dejamos. un poco, de ser niños.

Jesús Corredor Gavilán.
Fuente: Revista “La Ventana Cultural”.

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