El último libro o revista que se editó para la Romería de San Isidro fue en el año 2019, en estas revistas siempre se editaba el Pregón del año anterior. Después nos abordó la pandemia y cuando se vuelve a reanudar la romería el año pasado solo se edita un folleto de 4 hojas. Es por ello que lo quiero dejar reflejado en mi blog con permiso de la pregonera Lucía Pérez Ortiz.
Como siempre digo, los que vivimos en vivo y en directo, la inmensa mayoría lo habrá visto por VideoSur TV, por su canal de cable o su página de Facebook. Dejo su enlace para los paisanos que están repartidos por medio mundo y quieran verlo. Para verlo hay que seleccionar sobre el texto.
PREGÓN ROMERÍA 2023
A continuación dejo el texto íntegro del Pregón para el que quiera leerlo:
Pregón en honor a San Isidro
Labrador 2023
Muchas gracias Pepa por tus
palabras sinceras. Es un honor ser tu sucesora en esta tarea que asumo con todo
el cariño y el respeto que Villafranca merece.
Lo primero, quiero agradecer a
todos los presentes el estar aquí hoy: párroco D. Fernando, señor alcalde y
miembros de la Corporación Municipal, Comandante de Puesto, Juez de Paz y, en
especial, a la junta directiva de la Hermandad de San Isidro por haberme
brindado la oportunidad y la confianza de proclamar la que es nuestra fiesta
por excelencia.
Como ya dije en la presentación,
mi intención es rememorar aquellas vivencias que han hecho y hacen de “nuestra
romería” el recuerdo al que siempre acudo cuando quiero sentirme en casa. Y lo
haré; reconstruiré ese recuerdo a través de los ojos de la niña que observaba
curiosa y emocionada las idiosincrasias del 15 de mayo: su víspera, los
preparativos, el camino… Intentaré en mi relato dar cabida a las personas, las
sensaciones, e incluso las canciones que me han acompañado y me transportan a
ese día. Celebraré a los que están y a los que ya no, pero cuya presencia
perdura, porque son piezas fundamentales en la memoria y el legado de San
Isidro.
Decía Machado:
“Mi
infancia son recuerdos de un patio de Sevilla,
y
un huerto claro donde madura el limonero;
mi
juventud, veinte años en tierras de Castilla;
mi historia, algunos casos que recordar no
quiero.”
Mi infancia ha estado marcada
ineludiblemente por Villafranca y sus tradiciones. Mis recuerdos más lejanos
son casas encaladas y patios florecidos, suaves primaveras y calurosos veranos,
tardes en la plaza (“en el paseo”) y domingos al sol; son abriles de incienso,
mayo de cruces y azahar, julio adornado y septiembre aguardando a su patrona.
Y, entre todas esas
reminiscencias, un recuerdo brilla más que cualquier otro cuando evoco mis años
de niñez: esa tarde del 14 de mayo entre peinetas y volantes, la prisa por no
llegar tarde, la iglesia rebosante, el coro a viva voz y, como siempre, “San
Isidro” esperando un año más. Me siento con mi hermana y mi madre. Lo miro, nos
sonríe.
Ya veo a mis amigas, aquellas con
las que he crecido y compartido esta fiesta como tantas otras cosas, y vamos de
la mano hacia “el parque” con un ramo de rosas y claveles para “San Isidro
chiquito”, al compás de una sevillana. Villafranca se viste de gala en su noche
más especial, gente por doquier, celebrando con sus allegados, evadiéndose de
la vida, sintiendo su hogar como nunca antes y, allí entre toda esa multitud,
orgulloso e impasible, se encuentra mi abuelo.
Mi abuelo, que cuida esta fiesta
como algo tan propio que parece que la tiene que sostener a pulso hasta el
último día, que sabe que siempre fue de todos pero que sin él no sería de
nadie. Y voy hacia él y le doy un beso. Y busco a mis padres con mi hermana. Y
vuelvo con mis amigas. Y otra vez se escuchan sevillanas y canciones de
verbena. Y miro al cielo, aquel cielo de luces que cubren el parque, y pienso
que no quisiera que esta noche acabase nunca, pero al mismo tiempo me muero de
ganas de que sea mañana. Porque, aunque el sueño se apodere, y la brisa de la
madrugada me hiele, y aunque el tiempo y la prisa haga que no llegue como a mí
me gustaría, “Dios sabe” que de revivir lo haría una y otra vez de romería.
15 de mayo. Mañana soleada, el
sonido del tamboril y los caballos madrugadores. Las carrozas en fila, una tras
otra, desde la iglesia hasta donde mis ojos no logran alcanzar. “¿Dónde estará
la nuestra?” - me pregunto, y pienso si será posible que me sorprenda tanto
como la anterior. Pero siempre lo hace, siempre lo hacen:
“El
huerto de mi infancia,
las
golondrinas que regresan,
don
Quijote de la Mancha,
y
los galgos a las puertas.
Comimos
perdices y nadamos en la charca,
fruta
de papel y mariposas negras y blancas.
Colosal entre las flores del año pasado,
un
álbum con todos los recuerdos añorados,
y
la reja que sostiene esos claveles de mayo.
El cajón de naranjas y el guindo del que nos
caímos,
y
tras la parada obligada,
como
la seda nos ha ido.”
Más de veinte años de carrozas,
que sintetizar no puedo en este discurso, pero mi conciencia tampoco me
permitiría no hacer alusión a lo que, para mí, ha marcado desde siempre “mis
romerías”.
Al llegar la primavera, se
comienza a fantasear con la idea inicial, y se va moldeando poco a poco a
mediados de abril, hasta materializarse definitivamente cada mayo. Se sustenta
sobre un cimiento de retama, emblemas de nuestra tierra. Representamos nuestros
paisajes, los de mis padres y los suyos. Plasmamos la tierra, el cielo, el sol,
el aire y el verde del campo; plasmamos el trigo y los girasoles, las amapolas
y los colores, el perfume, y hasta las canciones que a San Isidro le cantamos.
“San Isidro Labrador”, patrón de
los agricultores y guardián de los campos, campos que son nuestras raíces,
nuestra identidad más propia, nuestros símbolos, nuestra cuna y nuestra
memoria. Nosotros no entendemos otra forma de ir a la romería (ni tampoco lo
pretendemos), que no sea homenajeando a San Isidro, ofreciéndole algo tan suyo
como nuestro.
Y nos subimos a la carroza,
algunas más rezagadas que otras, que casi que toca subir en marcha. Arranca el
tractor y con él nuestro momento favorito, mientras suena alguno de los de
discos de Andrés de “Plaza Nueva”: cuando paso por el puente, tiene puntales,
hay un aire diferente cuando llega el mes de abril o el amor es un viento que
igual viene que va. No importa, nos las sabemos todas. Lo acompañamos de palmas,
caña y panderetas. Vemos a la gente que nos mira: “qué guapas que vais”- nos
dicen algunas - “y la carroza qué bonita es”, mientras se paran a hablar con
nuestros padres.
Y todavía no sé por qué, pero es
justo en este preciso momento cuando un cúmulo de emociones que emanan de
dentro quieren florecer y vislumbrarse a través de los ojos. Estoy aquí con los
míos un año más, sintiendo que nada ha cambiado. Es justo este preciso momento
el que perdura en mi recuerdo por años que pasen: la ilusión y la incertidumbre
del camino mezclándose con la alegría y el alborozo de la gente, de mi gente,
de mi pueblo.
“Caminante,
no hay camino, se hace camino al andar”, volvía a decir Machado. Y
nosotros, caminantes, vamos despacio hacia la era, entre el sonido de las campanas
que repican anunciando la salida, y los caballos que relinchan, y la risa de la
gente y el susurrar del aire que se cuela entre los balcones de aquellos que se
asoman para ver la fiesta.
El sol despunta entre los árboles
del camino que guían a la ermita. Y raya el cielo y roza el campanario que mece
el nido de cigüeña. San Isidro nos está llevando de su mano a verla, porque
sabe que sin ella Villafranca no sería. Las puertas abiertas, y el corazón en
la mano, cantando a la Virgen poemas y él a sus pies contemplándolo.
Y prosigue el camino, y con él,
el júbilo y el anhelo por llegar, pero también el disfrute de la andanza. De la
mano de mi abuelo, tras la carroza de la hermandad, riendo cómplice con
Miguelillo. Los bueyes, que miran y parece que invitan a acompañarlos, y el sol
en su máximo esplendor (por
aquellas veces en las que nos ha llovido, pero que igualmente hemos
disfrutado).
Me gusta el camino porque me hace
reflexionar sobre la idea de que siempre habrá personas que lo harán conmigo,
llueve o truene. Y lo harán con la mejor de sus sonrisas, y brindarán el mejor
de los cobijos. Y habrá gente que no me acompañe cada año, pero cuando lo haga
será como si el tiempo no hubiera pasado. Y habrá gente que no querrá estar;
otra que viene y va; y muchas que ya no estarán, pero sí su recuerdo. En
definitiva, me gusta el camino porque me recuerda la vida, aquella que pasa sin
que te des cuenta la mayor parte del tiempo, y recuerda que existe en momentos
como este. “Vida que
pasa para todos, para cada uno a su manera, que para volver a volver otra vida
no me queda.”
Estamos entrando en “La Huertezuela”.
Veo a la gente a ambos lados de la vereda, mientras escucho “cantad alto y haced
palmas, que no se diga “, volviendo a sonar “sueña
la margarita”. Extensa llanura tras las puertas, aparca el tractor y
la gente se apea. Al fondo, San Isidro, y alrededor, su pueblo. Pueblo alegre y
sencillo, que canta, que baila y que ríe, que te acoge y recibe con los brazos
abiertos.
Y allí estamos en la esquina de
la izquierda, envueltos en el ambiente, invitando a todo aquél que se acerca a
compartir este momento con nosotros. Contemplamos la escena y reímos ajenos. El
arroz humeante y la bebida en la mesa, y entretanto pasan las horas lentas,
hasta el aviso de la entrega de premios. Nuestros ojos de niñas ansían este
momento con ilusión, y nuestros padres más aún de vernos a nosotras
impacientes, entre la multitud esperando ser nombradas. Y aunque a veces
conformes, y otras no tanto (pues
nuestra carroza siempre será la más bonita), lo que más nos importa
es que a la gente le haya gustado.
Y la tarde templada va pasando,
entre el vaivén de los que entran y salen de la era repleta de carrozas y
gentío, mientras la luz se torna cálida, anunciando el atardecer que presagia
el camino de vuelta.
Ay, camino de vuelta. Cuando las
campanas otra vez suenan anunciando la llegada de los bueyes. Desocupada la
capilla hasta el año que viene, y allí quedan inertes los instantes de otra
romería que se desvanece. San Isidro en la carreta, como faro del regreso, y
Villafranca tras él a su paso por el sendero.
Pero no hay melancolía, sino todo
lo contrario. El camino de vuelta se convierte en una fiesta. Es cuando más
alto las sevillanas suenan, y cuando más fuerte un taconeo el suelo golpea: “un paseíllo, dos careos
y otra vuelta”.
Aquí no hay pinos que lloren en
el coto, pero sí gente que canta a su campiña. Nuestro adiós no va de pena,
nuestro adiós va de alegría, la de haber estado un año más, porque éste lo
hemos disfrutado y el que viene, “Dios
dirá”.
Ay camino de vuelta, cuando el
vino se acaba y la tarde se apaga. Cuando las canciones se vuelven himnos y la
dicha asoma y no perdona. Cuando la complicidad entre carrozas se hace patente
cantando el “lástima de
tiempo”. Y cuando los chozos en pandilla se unen para celebrar a los
cuatro vientos.
Pero el tiempo se abre paso, y la
noche acontece con la luna que resplandece en el cielo de mayo. Villafranca,
lejana y sola, nos acoge deseosa mientras decimos “adiós”
a otra romería de tantas que ya se difumina en el recuerdo.
Porque esto que he contado son
mis recuerdos. Y a pesar de haberlos narrado de una forma muy personal, es
probable que mucha gente hoy se haya sentido identificada con mi relato, como
si en primera persona lo estuviese viviendo. Porque esta es mi historia, pero
podría haber sido la de cualquiera que sienta este día desde siempre y lo
sienta para siempre. Es mi historia y la de aquellos que viven la fiesta desde
lo más profundo de su ser, que la aman y la entienden como una forma de compartir
la vida y de honrar a los suyos. Y aunque los años pasen para todos, siempre
quedará el anhelo de vivir otra romería que se encuentra a las puertas.
Porque yo sigo esperando con
ilusión la tarde del 14 de mayo, aguardando ver a San Isidro un año más. Y entre
peinetas y volantes y esquivando la prisa, sigo yendo a la iglesia con mi
hermana y mi madre. Y todavía hoy camino de la mano de mis amigas, las mismas
con las que crecí y lo sigo haciendo, hacia el parque o hacia cualquier otra
parte mientras nos fundimos en una sevillana. Y bajo el cielo de luces,
Villafranca permanecerá engalanada en su noche más especial por siglos que
pasen. Y entre toda esa multitud ya no está mi abuelo, pero sí otras personas
con las que he coincidido en el camino y llegaron para quedarse, y ahora
sienten esta fiesta tan suya como yo lo hago. Y todavía pienso que ojalá la
noche de mañana no acabase jamás. Y aprecio más que nunca el tamboril y el
repique de campanas. Y me sigo emocionando con la salida de las carrozas,
mientras arranca el tractor y suena “Bamboleo”,
porque a día de hoy es la única que de verdad nos sabemos. Sigo disfrutando del
camino porque sigo yendo con los míos y, aunque sí siento que muchas cosas han
cambiado, este instante permanecerá por siempre grabado en mi retina, intacto e
ileso. Y en “La
Huertezuela” aún reímos ajenos en la esquina de la izquierda,
aguardando el premio ya no impacientes, sino complacidas, porque no nos importa
el puesto sino el haber vivido de nuevo este momento juntas, (si bien seguimos
pensando que la nuestra siempre será la más bonita). Y otra vez
caerá la tarde, con la expectación de ver llegar los bueyes y la nostalgia de
despedirse de San Isidro hasta el año que viene. Y el camino de vuelta siempre
será alegría, pero cada vez se mezcla más con la añoranza de no saber si
reviviremos este día, o si la vida nos deparará otros caminos distintos que ya
no serán de vuelta sino de partida, buscando otro lugar u otro destino, como
ave de paso, mientras Villafranca, lejana y sola, seguirá esperando nuestro
regreso cada 15 de mayo.
Y con esto recojo el testigo de mi padre, y
hago alusión a su pregón de hace unos años, pues el futuro del que hablaba, ya
no es el mañana sino el hoy. Y con los ojos del presente, puedo decir que para
mí la romería es todo aquello que fue y todos aquellos que estuvieron. Fue mi
niñez y adolescencia, retratadas en esos recuerdos que he contado y que en mi
alma quedan. Pero también es todo aquello que vendrá. Y todo aquello que es
ahora. Y, ¿qué es ahora?:
“Mi
romería ahora es una sevillana mal cantada, caballos al alba, un sombrero, un
catavinos, y la prisa alborotada.
Son
las ruedas de un tractor y el relente de la mañana, los trigales del campo y
los lunares de un traje de gitana.
Mi romería es San Isidro, hoy y siempre,
acompañado de carros y carretas, y escoltado por bueyes desde la madrugada
hasta que la luna llega.
Es una carroza hecha de tardes de abril, una
rumba de siempre así, una flor en el pelo y una medalla blanca y verde.
Es
el arroz de mi madre, y el café de la tarde, una botella de vino “Antonio
Pérez”, los chascarrillos, las coplas, el premio y la gloria.
Es un “lástima de tiempo que habéis echado” y
un baile al atardecer cuando lloran los pinos.
Es
un cajón y una guitarra. Somos nosotros aprendiendo las “veintisiete”, y
cantando a nuestra manera, y son las 8 de la tarde cuando irrumpe la
imprudencia en el camino de vuelta.
Mi
romería ahora son mis padres y mi hermana, pilares de mi vida, a los que acudo
cuando estoy perdida. Son mis abuelos, los mismos que me inculcaron el amor por
los míos y la fe en lo que hago.
Y
son los amigos y mi familia, aquellos que me están acompañando hoy, como en
cada romería. Y a todos ellos va dedicado este pregón”.
¡Que viva San Isidro Labrador!
Buenas
noches