martes, 7 de mayo de 2019

MANUEL GAVILÁN BLANCO, EL CAMPO DE AYER Y HOY 1ª PARTE

Manuel Gavilán Blanco "Constantino Caminero"


Como estamos próximos a celebrar la romería en honor a San Isidro, patrón de los labradores, he escogido un artículo escrito por Manuel Gavilán Blanco, sacado de su libro “Poesías, curiosos relatos y algo más”, dedicado a las duras tareas del campo y que en este caso lo dedica a la siega y recogida del trigo.

Manuel lo titula “El campo de ayer y hoy” y lo firma con su seudónimo, Constantino Caminero”. Lo acompaño con unas viñetas que el mismo dibuja, describiendo varias tareas que se realizaban durante la campaña del trigo.


El campo de ayer y hoy
Por Constantino Caminero
La vida y costumbres de los labradores y obreros agrícolas, ha cambiado de forma tan radical y contundente, que ha pasado en un periodo de pocos años, de residir casi de forma habitual en los cortijos todo el personal que formaba parte de la plantilla de la explotación, a estar en la actualidad completamente deshabitadas las casas de labor, y algunas en estado ruinoso, porque ya no se queda nadie en el campo, no hace falta.

La culpa de este brusco cambio la ha tenido la mecanización de los trabajos agrícolas; durísimos y agotadores siempre, pero de manera especial los relacionados con la recolección.

Para que os podáis hacer una idea aproximada de lo que estas faenas suponían, voy a tratar de detallároslas minuciosamente:
Meses antes de que llegara la campaña se empezaban a contratar las cuadrillas de segadores. En nuestro caso no hacía falta, eran siempre los mismos: Recuerdo a "Los Cominos", y más tarde "El Alcalde la Pita" y los suyos.

El abuelo vendió al "Comino" padre, a cuenta de los trabajos de siega, la casa n° 4 de la calle de "La Cuesta". En esa casa aun vive uno de los hijos componente de aquella cuadrilla: Paco "Comino" un señor al que le falta una pierna, que está casado con Carmen, que apenas ye, o no ve nada.

Yo no supe nunca la cuantía ni en las campañas que liquidaron el importe, de lo que si estoy seguro es que se la vendió a cuenta de las peonadas de siega.

Los trabajos de la siega eran, como digo, durísimos. No ya por el esfuerzo que suponía tirar una y mil veces con la mano derecha de la hoz, mientras la izquierda, con los dedos protegidos por dediles de cuero de un posible corte, sujetaba el puñado de matas de trigo, sino porque esta faena había que hacerla necesariamente con todo el calor, al objeto de que la mies estuviese seca totalmente y así fuese cortada con más facilidad por la hoz.


Los segadores empapados en sudor, acudían frecuentemente a calmar su insaciable sed, al botijo o al cántaro de agua que mantenían reservado de los rayos del sol a la sombra de las gavillas.

Estas las dejaban perfectamente alineadas en el rastrojo, para que después, el carrero o carretero procediese a la barcina.

Cargar un carro o carreta de gavillas era un arte difícil que no eran muchos los que lo hacían de forma correcta. Cada gavilla tenía que ir colocada en su sitio pinchada en las varas o en el interior, de forma que no se cayera la carga por el camino.


La horca era el instrumento de que se valía para ello. Constaba de una gran horquilla de hierro ajustada a un largo astil de chopo, de unos cuatro metros, para poder cargar el carro debidamente, colmándolo, con las últimas gavillas. Una vez colocadas estas, con unas largas sogas procedía a asegurarlas para su posterior transporte y descarga en la era. La descarga, lógicamente, era más fácil. Despuntes había que emparvar; operación a cargo de los ereros, que consistía en desatar las gavillas y dejarlas extendidas en la era formando un circulo, dispuestas para su trilla con las caballerías después.

La trilla empezaba a media mañana, una vez que las mieses habían sido suficientemente caldeadas por el sol, con el fin de que, al ser pateadas por los animales, se machacaran y desgranaran más fácilmente: la paja y las espigas.

Las caballerías dando vueltas y más vueltas al trote, y el trillador en el centro alentándolas y entonándoles alguna copla, al son de los esquilones, para que no dejaran de trotar y romper la monotonía y, sobre todo, porque pateando más fuerte, la paja se hacía con más facilidad.


Yo me resistía a cantar. Lo primero porque mi vocación nunca ha sido esa. Y lo segundo, porque el ambiente no me era propicio, como os podéis figurar. Imaginaos a las cuatro de la tarde, en pleno verano, con un sol achicharrante, recién levantado de la siesta y si por añadidura reina una calma chicha.., las ganas de cantar que puede tener uno, no ya de cantar —que yo pocas veces las tenia- sino de tan siquiera abrir la boca. El abuelo me decía de vez en cuando: ¡cantales, hombre, cantales para que se animen! Y yo replicaba para mis adentros: "Y a mi quién me canta?" La verdad es que un trillador que no cantara era inconcebible.

Recuerdo que en algunas ocasiones, en aquellos altos de la guerra, numerosas familias huían del pueblo cuando comenzaban los cañonazos, y se refugiaban en nuestro cortijo. Entre ellos solía ir Juan Pérez León, que en aquellos tiempos bien podía tener trece o catorce años. Si coincidía que estábamos en los meses de la recolección, el se brindaba a desempeñar la faena de trillador, y la verdad es que lo hacía maravillosamente. Como era —y siegue siéndolo- muy aficionado al cante flamenco se le ofrecía la ocasi6n de mostrar sus aptitudes. Mi padre lo admiraba en ese sentido y, para mí, como podéis imaginar, suponía un alivio enorme, porque yo me pasaba el tiempo mirando insistentemente el sol, deseando que llegara el momento de coger la "bici", marchar a casa cuanto antes y ponerme debajo de la ducha para refrescarme y liberarme del polvo y el sudor de todo el día.

Bien, pues una vez que la paja había quedado suficientemente trillada, como solo lo había sido la parte superficial, se procedía a darle la vuelta, con el fin de poner lo de arriba abajo y viceversa, y seguir la faena enganchando a continuación el trillo hasta dejar la paja triturada y machacada convenientemente.

Después, los ereros se encargaban de asnillar la parva. Uno se subía en la asnilla, un grueso madero de metro y medio, aproximadamente, y el otro conducía el mulo que la arrastraba hasta dejar acordonada la parva, de modo que al soplar el viento, lo hiciera perpendicular al balaguero.


Ahora ya solo quedaba esperar a que soplara el viento para iniciar la faena de aventar. Labor esta que también requería una técnica muy especial, porque era necesario regular el esfuerzo de los brazos al arrojar al aire la bielgada, con la intensidad y la velocidad del viento, con el fin de que no se fuese el grano de la paja, ni al revés, la paja del grano.

Con el fin de no tener que salir de la casa necesariamente para comprobar si el viento soplaba o no, o si lo hacía con la intensidad suficiente para iniciar la faena, yo construía una veleta rudimentaria de caña, que colocamos en un lugar destacado y visible, provista de una hélice en un extremo, que se mantenía siempre cara al viento gracias a unas cuantas plumas de ala de gallina que, pinchadas en forma de abanico en un tapón de corcho, fijaba en el otro extremo de la veleta. De acuerdo con la dirección y revoluciones de dicha hélice podíamos deducir si el viento soplaba con intensidad suficiente para iniciar la faena.

Una vez separado el grano de la paja en el balaguero, se procedía al "traspaleo" ( lanzándolo al viento con la pala en forma de abanico) para quitarle las impurezas que aún le quedaban y después hacerlo un montón y finalmente cribarlo, para quitarle ya en última instancia, de forma definitiva, todas las impurezas: algunas espigas insuficientemente desgranadas, granos de arvejana y alguna que otra semilla pesada que había quedado mezclada.


Pero aún quedaba otra penosa faena: la de retirar la paja de la era y llevarla al almiar, con el fin de dejar el suelo disponible. Pero esta faena se hacía a primeras horas de la mañana con el fresco del amanecer.




Se cogía el angarillón, se colmaba al máximo, y poco a poco se iba llevando al almiar, donde otro especialista, el asentador, realizaba el trabajo de tejer la paja dándole la forma y el tamaño conveniente, de acuerdo con la cantidad que previsiblemente había que almacenar.

Ocurría, a veces, a nosotros muy pocas, que por no haber soplado viento, o por no haberlo hecho con suficiente intensidad, se quedaba alguna parva atrasada sin aventar, lo que significaba un serio contratiempo, puesto que rompía el ritmo encadenado de la diaria tarea de barcinar, trillar y aventar. Al día siguiente tratábamos de solucionarlo con la cooperación y el esfuerzo de todos aprovechando, en el mejor de los casos, el madrugador viento solano, y si no, con el, a veces, perezoso poniente de la tarde que era el que soplaba con más regularidad.

Estas faenas duraban mucho tiempo —un mes o dos- dependiendo de la superficie sembrada y del rendimiento. Un día tras otro: barcinar, emparvar, trillar, asnillar, aventar, cribar, recoger el grano, meter la paja... Había a los que les llegaba la feria de la Fuensanta sin haber terminado la recolección.



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