Manuel Gavilán Blanco "Constantino Caminero" |
Como
estamos próximos a celebrar la romería en honor a San Isidro, patrón de los
labradores, he escogido un artículo escrito por Manuel Gavilán Blanco, sacado
de su libro “Poesías, curiosos relatos y algo más”, dedicado a las duras tareas
del campo y que en este caso lo dedica a la siega y recogida del trigo.
Manuel
lo titula “El campo de ayer y hoy” y lo firma con su seudónimo, Constantino
Caminero”. Lo acompaño con unas viñetas que el mismo dibuja, describiendo
varias tareas que se realizaban durante la campaña del trigo.
El
campo de ayer y hoy
Por Constantino
Caminero
La vida y costumbres de los labradores y obreros agrícolas, ha cambiado de
forma tan radical y contundente, que ha pasado en un periodo de pocos años, de
residir casi de forma habitual en los cortijos todo el personal que formaba
parte de la plantilla de la explotación, a estar en la actualidad completamente
deshabitadas las casas de labor, y algunas en estado ruinoso,
porque ya no se queda nadie en el campo, no hace falta.
La culpa de este brusco
cambio la ha tenido la mecanización de los trabajos agrícolas; durísimos y
agotadores siempre, pero de manera especial los
relacionados con la recolección.
Para que os podáis hacer una idea aproximada de lo que estas faenas suponían,
voy a tratar de detallároslas minuciosamente:
Meses antes de que llegara la campaña se empezaban a contratar las
cuadrillas de segadores. En nuestro caso no hacía falta, eran siempre los
mismos: Recuerdo a "Los Cominos", y más tarde "El Alcalde la
Pita" y los suyos.
El
abuelo vendió al "Comino" padre, a cuenta de los trabajos de siega,
la casa n° 4 de la calle de "La Cuesta". En esa casa aun vive uno de
los hijos componente de aquella cuadrilla: Paco "Comino" un señor al
que le falta una pierna, que está casado con Carmen, que apenas
ye, o no ve nada.
Yo
no supe nunca la cuantía ni en las campañas que liquidaron el importe, de lo
que si estoy seguro es que se la vendió a cuenta de las peonadas
de siega.
Los trabajos de la siega eran, como digo, durísimos. No ya por el esfuerzo
que suponía tirar una y mil veces con la mano derecha de la hoz,
mientras la izquierda, con los dedos protegidos por dediles de cuero de un
posible corte, sujetaba el puñado de matas de trigo, sino porque esta faena había
que hacerla necesariamente con todo el calor, al objeto de que la mies estuviese seca totalmente y así fuese cortada
con más facilidad por la hoz.
Los
segadores empapados en sudor, acudían frecuentemente a calmar su insaciable
sed, al botijo o al cántaro de agua que mantenían reservado
de los rayos del sol a la sombra de las gavillas.
Estas las dejaban perfectamente alineadas en el rastrojo, para que después,
el carrero o carretero procediese a la barcina.
Cargar
un carro o carreta de gavillas era un arte difícil que no eran muchos los que
lo hacían de forma correcta. Cada gavilla tenía que ir
colocada en su sitio pinchada en las varas o en el interior, de forma que no se
cayera la carga por el camino.
La
horca era el instrumento de que se valía para ello. Constaba de una gran
horquilla de hierro ajustada a un largo astil de chopo, de unos cuatro metros, para
poder cargar el carro debidamente, colmándolo, con las últimas gavillas. Una
vez colocadas estas, con unas largas sogas procedía
a asegurarlas para su posterior transporte y descarga en la era. La descarga, lógicamente, era más fácil. Despuntes había
que emparvar; operación a cargo de los ereros, que consistía en desatar las gavillas y dejarlas extendidas en la
era formando un circulo, dispuestas para su trilla con las caballerías después.
La
trilla empezaba a media mañana, una vez que las mieses habían sido
suficientemente caldeadas por el sol, con el fin de que, al ser
pateadas por los animales, se machacaran y desgranaran más fácilmente: la paja
y las espigas.
Las
caballerías dando vueltas y más vueltas al trote, y el trillador en el centro alentándolas
y entonándoles alguna copla, al son de los esquilones, para que no dejaran de
trotar y romper la monotonía y, sobre todo, porque pateando más fuerte, la paja se hacía con más facilidad.
Yo me resistía a cantar. Lo primero porque mi vocación nunca ha sido esa. Y
lo segundo, porque el ambiente no me era propicio, como os podéis
figurar. Imaginaos a las cuatro de la tarde, en pleno verano, con un sol
achicharrante, recién levantado de la siesta y si por añadidura reina una calma
chicha.., las ganas de cantar que puede tener uno, no ya de cantar —que yo pocas veces las tenia- sino de tan siquiera
abrir la boca. El abuelo me decía de vez en cuando: ¡cantales, hombre,
cantales para que se animen! Y yo replicaba para mis adentros: "Y a mi quién
me canta?" La verdad es que un trillador
que no cantara era inconcebible.
Recuerdo que en algunas ocasiones, en aquellos altos de la guerra,
numerosas familias huían del pueblo cuando comenzaban los cañonazos,
y se refugiaban en nuestro cortijo. Entre ellos solía ir Juan Pérez León, que
en aquellos tiempos bien podía tener trece o catorce años. Si coincidía
que estábamos en los meses de la recolección, el se brindaba a desempeñar
la faena de trillador, y la verdad es que lo hacía maravillosamente. Como era
—y siegue siéndolo- muy aficionado al cante flamenco se le ofrecía
la ocasi6n de mostrar sus aptitudes. Mi padre lo admiraba en ese sentido y,
para mí, como podéis imaginar, suponía un alivio enorme,
porque yo me pasaba el tiempo mirando insistentemente el sol, deseando que llegara el momento de coger la "bici", marchar a
casa cuanto antes y ponerme debajo de la ducha para refrescarme y liberarme del polvo y el sudor de todo el día.
Bien, pues una vez que la paja había quedado suficientemente trillada, como
solo lo había sido la parte superficial, se procedía a darle la vuelta, con el
fin de poner lo de arriba abajo y viceversa, y seguir la faena enganchando a continuación
el trillo hasta dejar la paja triturada y machacada convenientemente.
Después, los ereros se encargaban de asnillar la parva. Uno se subía en la
asnilla, un grueso madero de metro y medio, aproximadamente, y el
otro conducía el mulo que la arrastraba hasta dejar acordonada la parva, de
modo que al soplar el viento, lo hiciera perpendicular al balaguero.
Ahora ya
solo quedaba esperar a que soplara el viento para iniciar la faena de aventar. Labor esta que también requería una técnica muy especial, porque era necesario regular
el esfuerzo de los brazos al arrojar
al aire la bielgada, con la intensidad y la velocidad del viento, con el fin de
que no se fuese el grano de la paja,
ni al revés, la paja del grano.
Con el fin de no tener que salir de la casa
necesariamente para comprobar si el viento soplaba o no, o si lo hacía con la intensidad suficiente
para iniciar la faena, yo construía una veleta rudimentaria de caña, que colocamos en un
lugar destacado y visible,
provista de una hélice en un extremo, que se mantenía siempre cara al viento gracias a unas cuantas
plumas de ala de gallina que, pinchadas en
forma de abanico en un tapón de
corcho, fijaba en el otro extremo de la veleta. De acuerdo con la dirección y revoluciones de dicha
hélice podíamos deducir si el viento
soplaba con intensidad suficiente para
iniciar la faena.
Una vez separado el grano de la paja en el balaguero, se procedía al
"traspaleo" ( lanzándolo al viento con la pala en forma de abanico) para
quitarle las impurezas que aún le quedaban y después hacerlo un montón y finalmente cribarlo, para quitarle
ya en última instancia, de forma definitiva, todas las impurezas: algunas espigas insuficientemente desgranadas, granos de
arvejana y alguna que otra semilla pesada que había quedado mezclada.
Pero aún quedaba otra penosa faena: la de retirar la paja
de la era y llevarla al
almiar, con el fin de dejar el suelo disponible. Pero esta faena se hacía a primeras
horas de la mañana con el fresco del amanecer.
Se
cogía el angarillón, se colmaba al máximo, y poco a poco se iba llevando al almiar, donde otro especialista, el asentador, realizaba el
trabajo de tejer la paja dándole la forma y el tamaño conveniente, de acuerdo con la
cantidad que previsiblemente había que almacenar.
Ocurría, a veces, a nosotros muy pocas, que por no haber soplado viento, o
por no haberlo hecho con suficiente intensidad, se quedaba
alguna parva atrasada sin aventar, lo que significaba un serio contratiempo,
puesto que rompía el ritmo encadenado de la diaria tarea
de barcinar, trillar y aventar. Al día siguiente tratábamos de solucionarlo con
la cooperación
y el esfuerzo de todos aprovechando, en el mejor de los casos, el madrugador
viento solano, y si no, con el, a veces,
perezoso poniente de la tarde que era el que soplaba con más regularidad.
Estas faenas duraban mucho tiempo —un mes o dos- dependiendo de la
superficie sembrada y del rendimiento. Un día tras otro:
barcinar, emparvar, trillar, asnillar, aventar, cribar, recoger el grano, meter
la paja... Había a los que les llegaba la feria de la Fuensanta sin haber terminado
la recolección.
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